domingo, 15 de abril de 2012

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA IV

Marcos flotaba; se encontraba a unos dos metros y medio del suelo oscilando ingrávido y dando vueltas sobre si mismo en un ambiente más acuosos que aéreo. Era como si el aire se hubiera espesado o como si un gigante hubiera sumergido el mundo entero en una gran pecera. Se sentía extraño y a la vez protegido como debe sentirse un feto en el vientre materno en un balanceo arrítmico sobre un punto fijo. Bajo él se encontraba la trampilla con su puerta abierta de par en par; el candado había desaparecido. Frenético, agitó brazos y piernas para intentar llegar hasta ella en vano, el vaivén en que que estaba atrapado siguió imperturbable. Miró sus extremidades pero no vio nada; Marcos solo era un par de ojos suspendidos e impotentes sobre una puerta abierta. Allí se quedó frustrado mirando fijamente la fuente de sus anhelos. Su puerta estaba abierta ante él, una boca oscura penetrando en las entrañas de la tierra; ¿o eran sus propias entrañas lo que se escondía allí abajo? Marcos no podía alcanzarla.
Un hombre apareció en su campo visual sin hacer ningún sonido; ¿el universo se había quedado sin volumen acallando sus murmullos o era simplemente que unos ojos no pueden oír? Todo está iluminado por la luz difusa de un cuarto de luna creciente que con su media sonrisa nos promete secretos inalcanzables; el recién llegado se acerca con una linterna en sus temblorosas manos vistiendo un pijama convencional de chaqueta y pantalón a rayas y sus ojos están totalmente abiertos y fijos en la puerta. Tiene un rostro redondo y ligeramente mofletudo pulcramente afeitado, el pelo es oscuro y grueso, como cedras de lana, cortado al estilo clásico de raya al lado le empieza a clarear en las sienes. A Marcos le cuesta unos segundos reconocer sus propias facciones en esa cara cansada y esos ojos rodeados de arrugas. Su cuerpo, delgado, nervudo y un poco cargado de espaldas, se mueve deprisa con todos los músculos en tensión. De repente, Marcos lo entiende todo; está soñando. Recuerda que se acostó pensando en la puerta y sueña con ella; todo lo que ve es irreal.
Su otro yo llega ante la entrada y, sin vacilar un segundo, empieza a penetrarla. Con gran alivio por su parte, Marcos nota como su perspectiva va cambiando ligeramente y sus ojos siguen al hombre, que es él mismo, desde su punto de observación privilegiado superior. Los dos juntos empiezan a bajar unas escaleras descendentes. Marcos mira casi pegado al techo y solo alcanza a ver la coronilla de su propia cabeza y los escasos peldaños que ilumina el haz de luz de la linterna. Siendo como es ahora solo unos ojos no puede sentir la superficie rugosa del suelo, que parece de piedra, que pisan sus pies enfundados en unas pantuflas grises; no nota la textura arenosa e irregular de la pared que tocan las yemas de su mano en busca de un apoyo, aunque leve, en su descenso; no oye el latido alocado de su corazón a punto se saltarle del pecho ni se percata de la gota de sudor frío que lentamente se desliza por su frente hasta tocar el lóbulo auditivo. Desde su posición solo es consciente de la oscuridad reinante que parece curvarse, duplicarse y doblarse sobre sí misma como la representación de un problema de geometría no-euclidiana. Aún sabiendo que se trata de un sueño, Marcos se va poniendo cada vez más nervioso, casi frenético hasta que se le nubla la vista. De repente distingue una pequeña y débil luminosidad al final de las escaleras. Su cuerpo se detiene y apaga la linterna. Tras unos segundos en los cuales cada célula de su ser paraliza sus funciones vitales y permanece expectante, Marcos y su cuerpo, ¿o quizá el cuerpo que ve es Marcos y él solo su esencia?, entran en el sótano.
Es una estancia bastante grande y, contrariamente a lo que podríamos esperar de una habitación subterránea abandonada, muy limpia. Está prácticamente vacía exceptuando una pequeña escribanía sobre una mesa, en la cual se consume una vela, y una silla de una madera que, a simple vista, se asemeja a la caoba. En ellas un hombre está sentado leyendo inclinado sobre un libro. Marcos se queda perplejo pues sabe quien es el individuo; el extraño monje de la iglesia del pueblo situada al final del paseo está allí leyendo en el sótano perdido el tesoro prometido. Su otro yo permanece impasible con una expresión que no transmite emoción alguna. Su rostro parece tallado en piedra hasta que el monje levanta la vista y, al percatarse de su presencia, se echa a reír. La carcajada que emite puede ser oída por Marcos; el sentido auditivo regresa dolorosamente a él como si ahora hubiera una oreja flotando junto a los ojos. Es una risa brutal, sonora y áspera que le perfora el cerebro. El monje abre toda la boca dejando al descubierto la ausencia de dentadura en una cavidad corrompida e incompleta y se convulsiona mientras se levanta y se acerca al cuerpo de Marcos. El aire está enrarecido, aún más espeso que antes, y se empieza a llenar de un humo almizclero procedente de la gran vela que sigue ardiendo en la mesa. De repente, Marcos también puede captar los olores y, por debajo del aroma dulzón, nota un matiz a descomposición. El religioso se detiene a pocos centímetros de su cuerpo que sigue clavado como una estatua sin moverse. A esa distancia se puede apreciar la lengua bulbosa que se agita en su garganta mientras sigue emitiendo su estrepitosa carcajada. Asqueado, Marcos quiere huir, alejarse de esos ojos extrañamente tranquilos que no acompañan su desquiciada risa, pero por mucho que decida marcharse su cuerpo no le obedece; se mantiene ahí erguido mientras Marcos solo actúa como mudo espectador. Sin previo aviso, el monje levanta el libro que había estado leyendo que sostiene en sus manos. Deja de reírse y se lo muestra a Marcos, no a su cuerpo sino a él, que flota por encima de su cabeza. El libro es pequeño, en octavo, encuadernado en piel; no parece desmesuradamente antiguo pero sí viejo. En su portada hay unos caracteres impresos. Marcos los examina y los reconoce como letras en su misma lengua pero es incapaz de descifrarlos; no son nada para él. Aterrado piensa; “¿Acaso, como el control de mi propio cuerpo, también he perdido la capacidad de leer?”.

Marcos despertó sudoroso y jadeante al borde de su cama. La desquiciada carcajada del monje de su sueño seguía resonándole en los oídos hasta que se percató que lo que oía era un grito surgido de su propia garganta. Se incorporó e intentó serenarse; solo había sido una pesadilla. El reloj digital de la mesilla de noche marcaba las 04:37 a.m. con sus brillantes cifras. Se levantó y fue al baño; en el espejo se cercioró de que volvía a ser él mismo, un rostro ojeroso con expresión de desconcierto le devolvía la mirada. Más tranquilo se dirigía a la cocina a tomarse un vaso de agua cuando vio un objeto encima de la mesa del salón que destacaba en el pulcro orden en el que mantenía siempre su casa. Encendió la luz y allí estaba; el libro. El libro que había visto en su sueño; el libro que sostenía el monje, guardado en el sótano que encerraba su puerta, yacía inocentemente, como si siempre hubiera estado allí, en su sencilla mesa de pino. En su cubierta los mismos caracteres que vio en su pesadilla le saludaban burlones pero ahora sí podía leerlos y lo hizo en voz alta con un hilo de voz: “Jean Baptiste”.

CONTINUARÁ...