domingo, 15 de abril de 2012

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA IV

Marcos flotaba; se encontraba a unos dos metros y medio del suelo oscilando ingrávido y dando vueltas sobre si mismo en un ambiente más acuosos que aéreo. Era como si el aire se hubiera espesado o como si un gigante hubiera sumergido el mundo entero en una gran pecera. Se sentía extraño y a la vez protegido como debe sentirse un feto en el vientre materno en un balanceo arrítmico sobre un punto fijo. Bajo él se encontraba la trampilla con su puerta abierta de par en par; el candado había desaparecido. Frenético, agitó brazos y piernas para intentar llegar hasta ella en vano, el vaivén en que que estaba atrapado siguió imperturbable. Miró sus extremidades pero no vio nada; Marcos solo era un par de ojos suspendidos e impotentes sobre una puerta abierta. Allí se quedó frustrado mirando fijamente la fuente de sus anhelos. Su puerta estaba abierta ante él, una boca oscura penetrando en las entrañas de la tierra; ¿o eran sus propias entrañas lo que se escondía allí abajo? Marcos no podía alcanzarla.
Un hombre apareció en su campo visual sin hacer ningún sonido; ¿el universo se había quedado sin volumen acallando sus murmullos o era simplemente que unos ojos no pueden oír? Todo está iluminado por la luz difusa de un cuarto de luna creciente que con su media sonrisa nos promete secretos inalcanzables; el recién llegado se acerca con una linterna en sus temblorosas manos vistiendo un pijama convencional de chaqueta y pantalón a rayas y sus ojos están totalmente abiertos y fijos en la puerta. Tiene un rostro redondo y ligeramente mofletudo pulcramente afeitado, el pelo es oscuro y grueso, como cedras de lana, cortado al estilo clásico de raya al lado le empieza a clarear en las sienes. A Marcos le cuesta unos segundos reconocer sus propias facciones en esa cara cansada y esos ojos rodeados de arrugas. Su cuerpo, delgado, nervudo y un poco cargado de espaldas, se mueve deprisa con todos los músculos en tensión. De repente, Marcos lo entiende todo; está soñando. Recuerda que se acostó pensando en la puerta y sueña con ella; todo lo que ve es irreal.
Su otro yo llega ante la entrada y, sin vacilar un segundo, empieza a penetrarla. Con gran alivio por su parte, Marcos nota como su perspectiva va cambiando ligeramente y sus ojos siguen al hombre, que es él mismo, desde su punto de observación privilegiado superior. Los dos juntos empiezan a bajar unas escaleras descendentes. Marcos mira casi pegado al techo y solo alcanza a ver la coronilla de su propia cabeza y los escasos peldaños que ilumina el haz de luz de la linterna. Siendo como es ahora solo unos ojos no puede sentir la superficie rugosa del suelo, que parece de piedra, que pisan sus pies enfundados en unas pantuflas grises; no nota la textura arenosa e irregular de la pared que tocan las yemas de su mano en busca de un apoyo, aunque leve, en su descenso; no oye el latido alocado de su corazón a punto se saltarle del pecho ni se percata de la gota de sudor frío que lentamente se desliza por su frente hasta tocar el lóbulo auditivo. Desde su posición solo es consciente de la oscuridad reinante que parece curvarse, duplicarse y doblarse sobre sí misma como la representación de un problema de geometría no-euclidiana. Aún sabiendo que se trata de un sueño, Marcos se va poniendo cada vez más nervioso, casi frenético hasta que se le nubla la vista. De repente distingue una pequeña y débil luminosidad al final de las escaleras. Su cuerpo se detiene y apaga la linterna. Tras unos segundos en los cuales cada célula de su ser paraliza sus funciones vitales y permanece expectante, Marcos y su cuerpo, ¿o quizá el cuerpo que ve es Marcos y él solo su esencia?, entran en el sótano.
Es una estancia bastante grande y, contrariamente a lo que podríamos esperar de una habitación subterránea abandonada, muy limpia. Está prácticamente vacía exceptuando una pequeña escribanía sobre una mesa, en la cual se consume una vela, y una silla de una madera que, a simple vista, se asemeja a la caoba. En ellas un hombre está sentado leyendo inclinado sobre un libro. Marcos se queda perplejo pues sabe quien es el individuo; el extraño monje de la iglesia del pueblo situada al final del paseo está allí leyendo en el sótano perdido el tesoro prometido. Su otro yo permanece impasible con una expresión que no transmite emoción alguna. Su rostro parece tallado en piedra hasta que el monje levanta la vista y, al percatarse de su presencia, se echa a reír. La carcajada que emite puede ser oída por Marcos; el sentido auditivo regresa dolorosamente a él como si ahora hubiera una oreja flotando junto a los ojos. Es una risa brutal, sonora y áspera que le perfora el cerebro. El monje abre toda la boca dejando al descubierto la ausencia de dentadura en una cavidad corrompida e incompleta y se convulsiona mientras se levanta y se acerca al cuerpo de Marcos. El aire está enrarecido, aún más espeso que antes, y se empieza a llenar de un humo almizclero procedente de la gran vela que sigue ardiendo en la mesa. De repente, Marcos también puede captar los olores y, por debajo del aroma dulzón, nota un matiz a descomposición. El religioso se detiene a pocos centímetros de su cuerpo que sigue clavado como una estatua sin moverse. A esa distancia se puede apreciar la lengua bulbosa que se agita en su garganta mientras sigue emitiendo su estrepitosa carcajada. Asqueado, Marcos quiere huir, alejarse de esos ojos extrañamente tranquilos que no acompañan su desquiciada risa, pero por mucho que decida marcharse su cuerpo no le obedece; se mantiene ahí erguido mientras Marcos solo actúa como mudo espectador. Sin previo aviso, el monje levanta el libro que había estado leyendo que sostiene en sus manos. Deja de reírse y se lo muestra a Marcos, no a su cuerpo sino a él, que flota por encima de su cabeza. El libro es pequeño, en octavo, encuadernado en piel; no parece desmesuradamente antiguo pero sí viejo. En su portada hay unos caracteres impresos. Marcos los examina y los reconoce como letras en su misma lengua pero es incapaz de descifrarlos; no son nada para él. Aterrado piensa; “¿Acaso, como el control de mi propio cuerpo, también he perdido la capacidad de leer?”.

Marcos despertó sudoroso y jadeante al borde de su cama. La desquiciada carcajada del monje de su sueño seguía resonándole en los oídos hasta que se percató que lo que oía era un grito surgido de su propia garganta. Se incorporó e intentó serenarse; solo había sido una pesadilla. El reloj digital de la mesilla de noche marcaba las 04:37 a.m. con sus brillantes cifras. Se levantó y fue al baño; en el espejo se cercioró de que volvía a ser él mismo, un rostro ojeroso con expresión de desconcierto le devolvía la mirada. Más tranquilo se dirigía a la cocina a tomarse un vaso de agua cuando vio un objeto encima de la mesa del salón que destacaba en el pulcro orden en el que mantenía siempre su casa. Encendió la luz y allí estaba; el libro. El libro que había visto en su sueño; el libro que sostenía el monje, guardado en el sótano que encerraba su puerta, yacía inocentemente, como si siempre hubiera estado allí, en su sencilla mesa de pino. En su cubierta los mismos caracteres que vio en su pesadilla le saludaban burlones pero ahora sí podía leerlos y lo hizo en voz alta con un hilo de voz: “Jean Baptiste”.

CONTINUARÁ...

jueves, 15 de marzo de 2012

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA III

Se trataba de una especie de trampilla; una abertura en el suelo cerrada por una pequeña puerta de madera inclinada a ras de suelo de dos batientes medio deslustrada pero visiblemente posterior a las ruinas que la rodeaban. Marcos se sintió intrigado y se acercó a ella. Estaba medio oculta entre unos matorrales y tubo que abrirse paso entre las zarzas llevándose algún que otro arañazo en las manos cuando una rama rebelde se negó a quebrarse bajo la presión de sus dedos; pero allí estaba. Una puerta de dimensiones suficientes para que la atravesara un hombre firmemente atrancada por un candado; ninguno de los cuales tendría más de 10 años de antigüedad. Marcos la observó durante largo rato poniendo sus neuronas en funcionamiento; una puerta siempre conduce a alguna parte y parecía evidente que lo que estaba contemplando era la entrada a un sótano de los que solían tener acceso tanto desde el interior de la vivienda como por el exterior, imprescindibles en las casas solariegas de antaño. No obstante, la presencia de un sótano en ese edificio en particular le escamaba. En ningún archivo municipal, ni siquiera en los que figuraban planos de la perdida biblioteca los cuales Marcos conocía bien pues los había estudiado en varias ocasiones, aparecía referencia alguna sobre ese sótano. Si realmente existía una planta inferior oculta bajo esas ruinas parecía sorprendente que sus cimientos hubieran aguantado el incendio y posterior derrumbe de la estructura superior sin desmoronarse aunque, pensándolo mejor, no era una hipótesis imposible teniendo en cuenta que el noble indiano que mandó construir la casa gastó una considerable parte de su recién adquirida fortuna en los mejores materiales y calidades.
Todo apuntaba a la existencia real de ese sótano, espacio que por razones desconocidas no aparecía en los antiguos planos arquitectónicos que conservaba el ayuntamiento. De lo que no cabía ninguna duda era de que la entrada había sido tapiada muchos años después del trágico suceso. La explicación más probable era que los bomberos o la misma policía se hubieran encargado de cerrar la abertura para impedir que algún curioso se metiera dentro y acabara sepultado por las inestables piedras. Tal vez, en los años en que la biblioteca estuvo abierta era un espacio usado como almacén o archivo de libros sin clasificar o deteriorados y fue objeto del pillaje de los vecinos tras el incendio por el puro placer de conseguir una reliquia del escándalo acontecido. Muchas explicaciones completamente lógicas y racionales pasaron por la mente de Marcos pero no pudo evitar sentirse inquieto. Miraba fijamente el candado que unía mediante dos clavijas los dos batientes. Se agachó y lo tocó ligeramente. Era un candado común bastante resistente de latón y su color metálico brillaba sin ninguna muesca. Se fijó en que la puerta presentaba algunas marcas, rozaduras y arañazos probablemente producidos por ratones o pequeños mamíferos campestres pero el candado estaba impoluto. Alguien se había encargado de reemplazarlo recientemente. ¿Qué había detrás de esos 5 cm de madera? Sin duda un sótano polvoriento y vacío, se dijo Marcos, pero aún así no podía dejar de mirar el candado.
De repente notó una picazón en la oreja izquierda y se giró. Un hombre le observaba desde el otro lado de la cinta policial que rodeaba todo el perímetro de las ruinas. Era un hombre de baja estatura y edad avanzada con la espalda ligeramente encorvada y una cabeza pequeña en la que le crecían dispersos varios mechones de cabello grisáceo dejando grandes zonas de cuero cabelludo al descubierto. Tenía un rostro amarillento, como si hubiese padecido algún tipo de enfermedad del hígado, con la piel totalmente tersa y sin arrugas, característica peculiar en un hombre de su edad. Todo él tenía un aspecto de reptil que se acentuaba a causa de sus ojos negros y redondos como cuentas. En ese momento éstos estaban fijos en Marcos y su expresión no revelaba emoción alguna. Sin duda lo que más llamaba la atención de su aspecto era su atuendo. Iba vestido con una túnica marrón, larga y con capucha, de tejido grueso que se ceñía a la cintura con un trozo de cuerda de esparto, anudada toscamente bajo su vientre, de la que colgaba un rosario de madera rematado por una cruz de tamaño exagerado en su extremo. La cruz oscilaba marcando su propio compás, aunque el hombre llevara un rato detenido, casi a la altura de los tobillos donde el atuendo se remataba con unas sandalias sin calcetines que dejaban al descubierto unos gruesos y sucios pies. Marcos le conocía de vista pues era el monje de la iglesia del final del paseo en el que se hallaban pero nunca lo había observado con detalle. Se había limitado a constatar su presencia en el pueblo de la misma manera que conocía los nombres de las calles en su trayecto hasta la estación.
La situación resultaba un tanto desconcertante. Marcos debía llevar bastante tiempo ante la puerta porque parecía que la misa del domingo, famosa entre los vecinos por su larga extensión y poca concurrencia, había concluido. El monje se había acercado a las ruinas campo a través salvando un terreno bastante abrupto ya que si hubiese utilizado el camino no habría divisado la presencia de Marcos oculto desde esa perspectiva por los restos de la biblioteca. Permanecían impasibles mirándose el uno al otro como si el tiempo se hubiera detenido y, aunque había sido pillado in fraganti allanando una propiedad privada, Marcos no sintió temor sino solo vacuidad. El anhelo que sintió al atravesar los límites marcados por la cinta se había esfumado pero se había quedado clavado echando raíces ante la puerta cerrada y miraba a aquel extraño individuo. Parecía salido de El Nombre de la Rosa de Eco, como si Severino hubiera emergido de su mundo de papel y tinta dejando a Guillermo y a Adso con sus pesquisas para ir a saludarlo. Marcos se sentía ligero y lo invadió una sensación de irrealidad como si no estuviera viviendo aquí y ahora.
Sin previo aviso, el sujeto sonrió y mostró unas encías ennegrecidas y desprovistas de dientes. Los ojillos brillaron cómplices como si compartieran un secreto; ¿conocería aquel hombre la existencia de la puerta que Marcos acababa de descubrir? Desde la posición del monje solo lo vería a él plantado entre hierbajos frente a la parte posterior de las ruinas. La puerta sólo podía ser descubierta por alguien que rodeara e inspeccionara el lugar intencionadamente como había hecho el propio Marcos; costumbre no muy natural entre las gentes del pueblo. No obstante, ahora que se fijaba en él, el monje no se le antojó uno más del montón. La sonrisa sólo duró unos segundos, luego el hombre siguió andando sin mediar palabra y, sin hacer ruido, se perdió de vista en dirección al paseo. Una vez desenganchado de aquellos ojos negros que parecían atravesarlo, Marcos volvió a concentrar su mirada en la puerta cerrada y el candado. Así estuvo durante varias horas antes de volver a casa.
Al domingo siguiente volvió a observar la puerta con su candado, y al siguiente, y al otro, y al cabo de tres domingos. Para él la visita semanal a su puerta se transformó en una especie de ritual. Dejó de contar los días de la manera habitual; lunes, martes, miércoles,...; y empezó a considerarlos según la clave “faltan tres días para ver la puerta”. De esta manera, en su mente, el viernes era el día en que faltaban dos días para volver a estar ante el candado y su puerta y el sábado era cuando faltaba un día. Sin saber el porque decidió ir solo los domingos aunque podría haber ido cualquier otro día después del trabajo ya que las ruinas no se encontraban lejos de su casa y tenía bastante tiempo libre. Se plantaba allí cada domingo a mirar y buscaba cualquier cambio por mínimo que fuera; en la textura de la madera, en el resquicio que separaba los dos batientes, en la clavija que cerraba el candado, respecto a su visita anterior. Le pasó por la cabeza volver a investigar los documentos oficiales de los archivos del registro municipal, aunque se los sabía de memoria, en busca de algún indicio sobre lo que la puerta guardaba; podría haber preguntado a los más ancianos del pueblo que vivieron el incendio en primera persona, haber consultado a la policía o a los bomberos o incluso haber interrogado al monje ermitaño, al cual no volvió a ver en ninguna de sus posteriores visitas. Pero no hizo ninguna de esas cosas; le pareció que ese era una asunto personal que solo concernía a la puerta y a él mismo. En su interior había nacido cierto calor físicamente palpable situado en la boca del estómago a causa de ese secreto que no compartía con nadie. No era anhelo, no era ilusión, simplemente era el calor que desprendería una pequeña llamita. Estaba seguro que la puerta guardaba un secreto o tesoro y, por lo que sabía, él era el único que conocía su existencia. Por lo tanto tenía que ser él solo quien hallara la manera de llegar hasta él. Llevar esa llamita en su interior le hacía sentirse menos mediocre de lo que siempre se había sentido y no pensaba airearla no fuera a apagarse a causa de alguna ráfaga de aire.
Cuando estaba ante la puerta especulaba sobre lo que ésta escondía y muchos referentes literarios y televisivos se le aparecían cobrando vida en su cerebro. Quizá en ese sótano hallaría la impresionante TARDIS del Dr. Who, con su inocente forma de cabina de policía del Londres de los años 60, con la que podría viajar en el tiempo para presenciar en directo la cacería de un mamut en la edad de piedra o conocer a Crowley y preguntarle qué aspecto tenía Aiwass. Con una sonrisa se imaginó al monje de su pueblo saliendo de ese sótano después de haber saltado el espacio-tiempo desde la época más oscura de la Edad Media hasta la actualidad. Quizá encontraría un túnel que conducía a otro mundo donde los gatos llevarían traje, corbata y sombrero de copa, beberían te y llevarían a los humanos de paseo con correas como si fueran mascotas. Tal vez lo que se escondía en ese sótano era una poción árabe milenaria que lo reduciría a un tamaño de 10 cm condenándolo a vivir usando hojas de laurel para vestirse y a construirse una casa con cajas de cerillas. En esa nueva vida su montura sería un grillo y podría alimentarse durante una semana con un terrón de azúcar. Tampoco estaría mal encontrar un artefacto paralizador para congelar el tiempo y las personal donde cada segundo podía durar un siglo. Se imaginó a si mismo entrando tranquilamente en la biblioteca de la ciudad con toda la multitud paralizada en posturas grotescas mientras él leía años enteros sin que nadie le molestara.
No todas sus ensoñaciones eran tan positivas; la puerta podía guardar algo mucho más oscuro. La entrada a un mundo grotesco con olor a podredumbre y poblado por hydras, minotauros y arpías que se divertirían desgarrando la carne a los incautos. Podría estar lleno de los seres informes sin rostro que poblaban sus pesadillas de niño, seres perdidos con un solo ojo que buscaban respuestas desesperados. No sería extraño que fuera la entrada al infierno y Marcos protagonizara un viaje como el de Dante teniendo como compañero un fauno muy parecido al de Guillermo del Toro. En ese sótano oculto podía existir alguna de esas cosas, todas ellas o ninguna.
Cuando la primavera hizo su aparición, las lluvias se volvieron más frecuentes y el mundo cobró un nuevo color. Como si los agentes meteorológicos se hubieran puesto de acuerdo para incordiarle, el domingo amaneció con un vendaval que zarandeaba los árboles hasta casi arrancarlos de raíz acompañado por una lluvia torrencial. Marcos miró por la ventana de su piso y se sintió un poco irritado pero en seguida se relajó. Hoy era el día de la visita a su puerta y no le importaba el clima que hiciera. Se caló un gorro de lana que le tapaba las orejas y un abrigo negro largo tipo gabardina para salir a la calle. La temperatura no era muy baja pero la fuerza del viento y el agua que empezaba a formar riachuelos en las calles ralentizaban su avance. En un momento, ésta se coló en los resquicios de su abrigo y de sus zapatos y le empapó la ropa, los calcetines y los huesos. El día era gris impregnado de humedad que empezaba a manifestarse en una ligera neblina que, junto a las partículas que el viento llevaba hasta sus ojos, le nublaba la visión. Ese era un fenómeno peculiar en medio de un aguacero pero la niebla se fue extendiendo hasta cubrir el pueblo entero. Los contornos de los edificios se veían imprecisos y aparecían de improviso delante de Marcos cuando creía que aún se encontraba lejos de ellos. Así ocurrió con la biblioteca; surgió ante él emergiendo de ese mar blanco entre la cortina de agua y el corazón se le aceleró. Las ruinas que tan bien conocía parecían diferentes. Un observador atento y paciente como él, en cada visita detectaba pequeños cambios naturales entre las hierbas que crecían entre las grietas, el terreno desigual que rodeaba las escaleras o la misma puerta, la madera de la cual cambiaba ligeramente de un aspecto más seco o húmedo dependiendo del clima que hiciera. Lo único que permanecía inalterable era el candado que siempre parecía recién puesto.
No obstante, cuando la tempestad alcanzó su punto álgido y empezó a descargar electricidad y ruido, Marcos se dio cuenta que el cambio que percibía en esa ocasión era de otro cariz, más sutil; era un cambio que se respiraba en el ambiente y hacía patente su presencia. La puerta seguía cerrada y por su superficie avanzaban gotas de agua trazando caminos como si éstos estuvieran marcados en un mapa; marcando una ruta, un recorrido. También la lluvia marcaba surcos en el rostro de Marcos rodeándole los ojos, bajando por el puente de la nariz, cayendo en sus labios y penetrando en su boca dejándole un sabor ácido en la lengua.
Por primera vez, se agachó y, agarrando los dos batientes con ambas manos, los separó mínimamente el trecho que daba de sí la aldaba del candado y atisbó por el hueco; solo vio oscuridad. En sus minuciosas pesquisas sobre el terreno no había encontrado ningún ventanuco o claraboya que condujera a la planta inferior; parecía que la luz del exterior no llegaba al sótano. Entonces agarró con más fuerza y forzó un poco más la abertura entre las dos hojas poniendo a prueba la resistencia del candado. Lo hizo con fuerza pero suavemente, casi con amabilidad. El candado aguantó. Marcos sabía que podría forzarlo con relativa facilidad con las herramientas adecuadas e incluso había preparado en su casa un martillo y una escarpia pero no se decidía a hacerlo; le parecía una especie de profanación o quizá esperaba algún tipo de señal. No lo sabía. Acostumbrado a contemplar en lugar de actuar, hizo lo que había hecho toda su vida; se levantó y se marchó.
No obstante ese domingo no se quedó tranquilo. Esa diferencia acentuada que había notado le preocupaba. Podría ser debida a la luminosidad especial que producía la niebla o al viento que ululaba entre los robles adquiriendo los matices de una voz humana pero también podía tratarse de otra cosa. Alguien podría haberse acercado a la puerta dejando en el aire impresa su huella; ¿alguien conocía su secreto? ¿El monje habitante de la iglesia románica?
Al llegar a casa se dio una ducha rápida con el agua muy caliente y se puso su pijama a rayas de dos piezas. No había comido pero tampoco tenía hambre así que pasó la tarde releyendo La Llama Doble de Octavio Paz. Marcos, aunque pudiera parecer lo contrario, leía despacio. Eso no era debido a una falta de capacidad sino que simplemente disfrutaba saboreando los libros. Leía varias veces los fragmentos que más le impresionaban y se detenía a menudo a reflexionar o divagar sobre lo que decía el texto. Transformaba las palabras en imágenes detalladas que, como una película de cine, evolucionaban en su mente. Para cenar se preparó algo sencillo; cogió una sartén de la encimera, la llenó de aceite y la puso en el fogón. Cuando éste chisporreteó abrió un paquete de croquetas de jamón y las echó dentro. Comió de pie en la cocina acompañando las croquetas de un vaso de agua. Cuando terminó lavó y guardó cuidadosamente todos los utensilios que había utilizado y apagó todas las luces. Se acostó temprano; era habitual en él que una vez en la cama siguiera leyendo hasta bien entrada la madrugada pero ese día se sentía terriblemente cansado. La tormenta seguía hirviendo con fuerza en el exterior y los truenos gritaban enfadados. Marcos se tumbó y, antes de caer en un profundo sueño, su último pensamiento del día fue para la puerta: “Faltan siete días para que la vuelva a ver”. Pero en eso, como suele ocurrir, estaba equivocado.

CONTINUARÁ…

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA II


Era un domingo de invierno poco habitual para esa época del año. El sol brillaba atrevido y provocador subiendo la temperatura del mar cuya brisa se colaba por las calles impregnando el aire con un sabor salado. No obstante, a Marcos no le importaba ni el sol ni la brisa ni el mar, le daba igual que lloviera o granizara. Deambulaba abstraído en sus cosas ajeno al calor desacostumbrado. No le desagradaba pasear ya que su pueblo era tan pequeño que podía andar tranquilamente sin encontrarse con nadie y los pocos transeúntes que se cruzaban con él solo levantaban levemente la vista para volver a bajarla rápidamente al darse cuenta de quien se trataba. Era el resultado de todos los desaires y contestaciones frías que Marcos había dedicado a sus voluntariosos vecinos y sus chismosas esposas cuando querían animar y dar conversación al raro y solitario vecino del 4ºA en los momentos en que él solo quería que lo dejaran en paz. El buen tiempo había atraído a más gente de la habitual a la calle pero la mayoría se dirigía a la orilla a chapotear y a absorber unos cuántos rayos de sol en esa pequeña tregua del frío invierno que estaban teniendo ese año. Marcos seguía andando y, sin darse cuenta, sus pasos siempre le llevaban a la antigua biblioteca en ruinas.
Estaba en un paseo que se alejaba del pueblo en su extremo norte flanqueado por altos robles deshojados. Siguiendo el camino éste te llevaba directamente a una iglesia, valorada en cierta medida por las gentes del pueblo por sus ábsides románicos, donde todavía vivía en completo retiro un monje que se empeñaba en dar misa todos los domingos aunque sus fieles se hubieran reducido hasta la extinción. A Marcos tampoco le importaba gran cosa la iglesia ni el monje obsesionado en conseguir nuevos adictos a la fe. Sus pasos siempre le llevaban hasta los escombros que antes del incendio habían contenido lo biblioteca del lugar pero nunca pasaba de allí. Tras largo rato observando lo que quedaba del antiguo edificio daba media vuelta y volvía a casa. Éste aún mantenía cierto aire de esplendor del pasado; Marcos había leído en los archivos municipales que había sido la edificación más bella y señorial de aquellos parajes. Sin duda fue el regalo de algún noble acaudalado que había regresado con una gran fortuna del otro lado del océano, los llamados “indianos” tan populares a finales del siglo XIX, para cumplir el contrato matrimonial tan convenientemente preparado y unirse a su joven prometida. La obsequió con una preciosa casa de campo lejos del ajetreo de la ciudad pero, dándose cuenta más tarde que aquel minúsculo pueblo pesquero no tenía ningún interés para una atribulada y mimada niña rica, había decidido, por supuesto a cambio de ponerle su nombre a la calle más ancha de la localidad, donarla al ayuntamiento. En los archivos que allí se guardaban se describía como un palacete neoclásico cuyo porche, a modo de frontón, estaba sostenido por cuatro gruesas columnatas al estilo coríntio que enmarcaban la entrada a la cual se accedía por una escalinata de mármol blanco. El edificio era de líneas sencillas, cuadradas y bellas emulando un templo de cualquier ágora griega. Aún se conservaban dos de las columnas que sostenían parte del peso del frontón y parte de la escalera. Todo el edificio posterior estaba derrumbado y solo la pared lateral derecha se mantenía en pie. Toda la estructura estaba ennegrecida por las poderosas llamas del gran incendio del 69 que acabó con la biblioteca devorando lo que allí se guardaba y ocultando sus níveas paredes. Se decía que en sus tiempos había contenido una buena cantidad de títulos interesantes. El alcalde de aquella época resultó ser un entusiasta bibliófilo que decidió aprovechar el generoso regalo del noble caballero y convirtió el edificio en una rica biblioteca. Des de todas las estancias de la edificación se accedía a un patio central que a modo de claustro permitía a los visitantes leer un libro a la luz del sol o a la sombra de un abeto. Fueron tiempos de esplendor para el pueblo ya que venían a la biblioteca gentes y estudiosos de los alrededores e incluso de la ciudad por haber cogido el lugar cierta fama de pintoresco. Pero un incendio accidental por causas desconocidas puso fin a la bella biblioteca y a la carrera del joven alcalde.
Siempre que sus paseos en apariencia sin rumbo lo llevaban hasta allí, Marcos se quedaba largo rato ensimismado observando cada detalle de la perdida biblioteca; la columna izquierda aún recia ligeramente inclinada con sus manchas de hollín seco, las fisuras que cuarteaban el mármol, un ratón correteando entre hierbas y matorrales que poco a poco se iban haciendo los dueños del lugar, cenizas que habían permanecido en su sitio, medio fosilizadas, a pesar del viento, la lluvia y el tiempo. Cenizas que fueron libros llenos de historias, cadáveres de mil y un personajes que vivieron, sufrieron y murieron en esas páginas. Cada vez que miraba Marcos veía lo mismo pero ligeramente distinto. Se imaginaba aquella biblioteca perdida como “La biblioteca de Babel” que describe Borges; una biblioteca infinita que contiene todos los libros: escritos, aún por escribir o que nunca serán escritos. Todas las combinaciones posibles de letras en todos los idiomas imaginables; libros ininteligibles y otros llenos de mensajes cifrados. Los más antiguos libros imaginados y los que nunca llegarán a plasmarse en un cerebro humano. Para Marcos esa imagen representaba el paraíso y se imaginaba a sí mismo perdido para toda la eternidad en ese vergel infinito. Sin saber porqué relacionaba esa visión casi mística con las ruinas que tenía frente a él. La causa de dicha asociación de ideas no estaba del todo clara ya que, aún en sus mejores tiempos, esa biblioteca no dejó de tener una modesta colección, rica para el pueblo, pero no comparable con los libros que se guardaban en la ciudad. No obstante, ese paraje tranquilo y solitario inspiraba la imaginación de Marcos y al volver a mirar fue como si el edificio de antaño bellamente construido se alzase impoluto ante sus ojos. Leyó que hubo algunos modestos intentos por parte de ayuntamientos posteriores de restaurarlo pero ningún proyecto se llevó a cabo aunque quizá fuera mejor así. De esta forma lo que Marcos veía era perfecto ya que solo existía en su mente. Solo era una ilusión, la campana de la iglesia repiqueteó lenta y penosamente como una llamada de angustia y como si se tratara de una señal anteriormente convenida, Marcos volvió a ver ante si solo una montaña de escombros y empezó a alejarse de vuelta a casa como hacía siempre.
No obstante, aquel día, aquel domingo de calor desacostumbrado para la época del año en la que estaban, algo lo detuvo. Se giró y volvió a mirar la antigua biblioteca. Sintió un anhelo repentino tan intenso que se le hizo un nudo en el estómago y desanduvo sus pasos hasta volver a plantarse ante el edificio. Quizá fuera la irritación que aún arrastraba de su última aventura frustrada en la ciudad, pero sin previo aviso se sintió atrevido. Deseaba tocar la columnata izquierda que aún sostenía el techo del porche. Quería notar el mármol quemado bajo sus yemas y pisar con sus zapatos los restos de todos esos libros muertos. Dio un paso; los escombros solo estaban delimitados con una descolorida cinta policial colocada allí muchos años atrás; se atrevería a hacerlo? También sintió miedo, giró la cabeza de lado a lado y escrutó el paseo en toda su extensión; no se veía ni un alma y solo se oía el ladrido lejano de algún perro callejero y el chirriar de una bisagra mal engrasada en alguna casa cercana. El anhelo se intensificó como nunca lo había sentido antes y por fin tomó una decisión. Con pasos rápidos se acercó, pasó por encima de la cinta en la que ya casi no se distinguían las letras de POLICÍA, primero una pierna y luego la otra, pisó las cenizas de la escalera atento al chasquido que producía cada uno de sus pasos con un estremecimiento naciendo en el extremo de su columna vertebral, llegó ante el pilar, levantó la mano y lo tocó.
Fue como una pequeña descarga eléctrica, una pequeña chispa que recorrió sus dedos hasta su cortex cerebral. Esa sensación solo duró un breve instante y luego se dio cuenta que estaba entre un montón de ruinas a punto de derrumbarse sobre su cabeza, infringiendo la ley y tocando un trozo de piedra frío tan muerto como todo lo que lo rodeaba. Separó la mano lentamente y miró en derredor; una vez dentro, al otro lado de la cinta, se sentía más seguro, fuerte y poderoso. Nunca se había sentido así, tan confiado; como si tuviera la cabeza llena de burbujas de aire que le daban ganas de reír. Así que decidió explorar un poco el lugar mientras no lo abandonara el valor, le hubiera gustado ver algún indicio del claustro interior del que se hablaba en los archivos. Por ese motivo dio la vuelta a la parte posterior del edificio para curiosear y allí, entre matojos y una gran cantidad de hiedra, la vio.

CONTINUARÁ...

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA I


Marcos era un hombre vulgar; corriente era la palabra que mejor le definía y su vida era igual de vulgar y aburrida como él. Los días transcurrían iguales y monótonos y luego se convertían en meses y años. El despertador sonaba a la misma hora todos los días, el recorrido en tren de casa al trabajo, las 8 horas diarias etiquetando botes de mayonesa ligera solo interrumpidas por la hora de la comida con los insulsos compañeros en las cuales siempre se hablaba de las mismas cosas; los mismos temas políticamente correctos. Luego el trayecto inverso del trabajo a casa, la cena compuesta por fritos y comida preparada en el microondas y a esperar la llegada del siguiente día fotocopia del anterior.
Los fines de semana tampoco eran nada del otro mundo. Comidas familiares tediosas con olor a repollo y horas de soledad. De todas formas la soledad no preocupaba mucho a Marcos, es más la agradecía. No se le daban bien las personas, se sentía inquieto ante la mirada escéptica de la gente que le decía claramente que dudaba muy seriamente que él pudiera decir algo interesante. Le irritaba hablar ante un grupo de personas que le interrumpía constantemente cuando intentaba exponer alguna cuestión demostrando una vez más su desinterés, se ponía nervioso, hablaba bajito y tartamudeaba. Simplemente no encajaba en la sociedad y suponía que era culpa suya. Al fin y al cabo era una persona bastante mediocre y no hacía nada para cambiarlo pero, de todas formas, esas situaciones le resultaban bastante frustrantes. Frustración, he aquí otra palabra que le definía bastante bien.
Así que Marcos buscaba la soledad para abstraerse en sí mismo. Su trabajo era tan mecánico y repetitivo que le permitía entrar en un mundo que solo le pertenecía a él. Tras su apariencia vulgar y mediocre bullía una gran actividad y una imaginación portentosa. Le gustaba alejarse de la realidad y reflexionar sobre todo tipo de cosas disparatadas, imaginar historias de intrépidos vagabundos aventureros que terminaban salvando hermosas princesas indígenas en islas remotas que resultaban ser tortugas gigantes o especular sobre todo tipo de temas científicos o paracientíficos (Dios, las posibilidades de la manipulación genética, la muerte, la vida en otros planetas,...). Grandes planes de viajes futuros se plasmaban con detalle en su cerebro e imaginaba rutas y culturas por descubrir. Las bisagras de su mente giraban sin descanso como un reloj bien engrasado pero era incapaz de transmitir esos pensamientos e inquietudes al mundo exterior o de llevar a cabo ni una ínfima parte de sus fantásticos planes. Estaban bien encerrados bajo llave y ésta estaba tan bien escondida que ni siquiera Marcos podría haberla encontrado.
La fuente que alimentaba todas sus ensoñaciones era la gran cantidad de libros que devoraba. La lectura era su gran evasión y su casa estaba abarrotada de estanterías llenas a rebosar de los más variados títulos. Leía libros de ciencia y psicología; Hawking y Jung compartían estante con los más célebres escritores de misterio o aventuras fantásticas: Christie, Rowling, Weis Pratchett eran vecinos de Eco, Darío, Lovecraft, Borges, Miller y Vargas Llosa. También podías encontrar manga japonés como Ynuyasha con los libros de Murakami al lado de novela juvenil como las obras de Andreu Martín y su intrépido Flanagan. Libros de distintos géneros (buenos y malos, entretenidos o cultos) se encontraban alineados pulcramente en sus estantes sin olvidar algunos clásicos como Dante, Virgilio, Platón, Sade y la Bíblia. También la poesía tenía lugar en su biblioteca particular y sus autores favoritos ocupaban un lugar destacado; Lorca, Gamoneda y Cernuda.
Marcos leía toda la letra escrita que caía en sus manos y gastaba casi todo su sueldo en la destartalada librería de su pueblo, en la esquina de la estación, donde el anciano señor Juan le vendía amarillentos libros de segunda mano a buen precio. Nada demasiado antiguo ni ediciones anheladas por ningún coleccionista, solo libros manoseados que la gente del pueblo ya no quería. Pero para Marcos era un deleite notar ese picazón en los dedos al pasar las hojas del papel humedecido y aspirar el olor que desprendían antes de empezar las primeras líneas como una promesa del nuevo universo que encontraría en su interior. Cuando se le acababa el dinero para comprar más libros iba a la pequeña biblioteca del pueblo donde ya había releído tres veces cada volumen de su pequeña colección y cada día formulaba la misma pregunta a la anciana de recepción;iban a recibir nuevos títulos? Obteniendo siempre la misma respuesta negativa; el ayuntamiento no tenía dinero para tales cosas.
Un día incluso se atrevió a desviarse de su camino de vuelta a casa e ir a echar un vistazo a la gran biblioteca de la cuidad cuya extensión y fama le había comentado un compañero de trabajo. El edificio era intimidante, tres plantas recias que escondían un tesoro oculto de letra impresa al alcance de su mano cuya puerta estaba custodiada por dos perros de piedra de mirada escrutadora. No obstante, una vez en el interior de la biblioteca el hechizo se rompió y empezó a sentirse agobiado. Una multitud de gente se arremolinaba en el vestíbulo ante el mostrador de la bibliotecaria; también en las enormes salas iluminadas por centenares de pequeñas lámparas verdes se veían muchas personas deambulando arriba y abajo con formularios en las manos. Reinaba el silencio, sí, pero era un silencio opresivo muy distinto al silencio al que estaba acostumbrado o al ruido rítmico de maquinaria que tanto le molestó en los primeros meses en su trabajo pero que tras 15 años conviviendo con él diariamente había acabado por formar parte de su vida. Aquel era un silencio lleno de susurros y cuchicheos como el silencio que reina en un entierro. Era un silencio que tenía peso y forma. Estaba en territorio desconocido y Marcos se sintió en una trampa. Se puso tan nervioso que cuando llegó ante la señorita del mostrador que con el ceño fruncido y cara de hastío le indicaba un cuestionario a rellenar y le requería el tipo de libro que necesitaba, fue incapaz de articular palabra. Se puso blanco como el papel, dio media vuelta y se fue.
Como un autómata cogió el tren y regresó a casa con las manos vacías. De nuevo la frustración se apoderó de él. Frustración por ser quien era, por ser como era.

CONTINUARÁ...

miércoles, 14 de marzo de 2012

Historias para silbar

"- ¿Y usted cómo se llama?
-Espere, lo tengo en la punta de la lengua.
Todo empezó así."
Primeras líneas de La Misteriosa llama de la reina Loana de Umberto Eco.