jueves, 15 de marzo de 2012

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA II


Era un domingo de invierno poco habitual para esa época del año. El sol brillaba atrevido y provocador subiendo la temperatura del mar cuya brisa se colaba por las calles impregnando el aire con un sabor salado. No obstante, a Marcos no le importaba ni el sol ni la brisa ni el mar, le daba igual que lloviera o granizara. Deambulaba abstraído en sus cosas ajeno al calor desacostumbrado. No le desagradaba pasear ya que su pueblo era tan pequeño que podía andar tranquilamente sin encontrarse con nadie y los pocos transeúntes que se cruzaban con él solo levantaban levemente la vista para volver a bajarla rápidamente al darse cuenta de quien se trataba. Era el resultado de todos los desaires y contestaciones frías que Marcos había dedicado a sus voluntariosos vecinos y sus chismosas esposas cuando querían animar y dar conversación al raro y solitario vecino del 4ºA en los momentos en que él solo quería que lo dejaran en paz. El buen tiempo había atraído a más gente de la habitual a la calle pero la mayoría se dirigía a la orilla a chapotear y a absorber unos cuántos rayos de sol en esa pequeña tregua del frío invierno que estaban teniendo ese año. Marcos seguía andando y, sin darse cuenta, sus pasos siempre le llevaban a la antigua biblioteca en ruinas.
Estaba en un paseo que se alejaba del pueblo en su extremo norte flanqueado por altos robles deshojados. Siguiendo el camino éste te llevaba directamente a una iglesia, valorada en cierta medida por las gentes del pueblo por sus ábsides románicos, donde todavía vivía en completo retiro un monje que se empeñaba en dar misa todos los domingos aunque sus fieles se hubieran reducido hasta la extinción. A Marcos tampoco le importaba gran cosa la iglesia ni el monje obsesionado en conseguir nuevos adictos a la fe. Sus pasos siempre le llevaban hasta los escombros que antes del incendio habían contenido lo biblioteca del lugar pero nunca pasaba de allí. Tras largo rato observando lo que quedaba del antiguo edificio daba media vuelta y volvía a casa. Éste aún mantenía cierto aire de esplendor del pasado; Marcos había leído en los archivos municipales que había sido la edificación más bella y señorial de aquellos parajes. Sin duda fue el regalo de algún noble acaudalado que había regresado con una gran fortuna del otro lado del océano, los llamados “indianos” tan populares a finales del siglo XIX, para cumplir el contrato matrimonial tan convenientemente preparado y unirse a su joven prometida. La obsequió con una preciosa casa de campo lejos del ajetreo de la ciudad pero, dándose cuenta más tarde que aquel minúsculo pueblo pesquero no tenía ningún interés para una atribulada y mimada niña rica, había decidido, por supuesto a cambio de ponerle su nombre a la calle más ancha de la localidad, donarla al ayuntamiento. En los archivos que allí se guardaban se describía como un palacete neoclásico cuyo porche, a modo de frontón, estaba sostenido por cuatro gruesas columnatas al estilo coríntio que enmarcaban la entrada a la cual se accedía por una escalinata de mármol blanco. El edificio era de líneas sencillas, cuadradas y bellas emulando un templo de cualquier ágora griega. Aún se conservaban dos de las columnas que sostenían parte del peso del frontón y parte de la escalera. Todo el edificio posterior estaba derrumbado y solo la pared lateral derecha se mantenía en pie. Toda la estructura estaba ennegrecida por las poderosas llamas del gran incendio del 69 que acabó con la biblioteca devorando lo que allí se guardaba y ocultando sus níveas paredes. Se decía que en sus tiempos había contenido una buena cantidad de títulos interesantes. El alcalde de aquella época resultó ser un entusiasta bibliófilo que decidió aprovechar el generoso regalo del noble caballero y convirtió el edificio en una rica biblioteca. Des de todas las estancias de la edificación se accedía a un patio central que a modo de claustro permitía a los visitantes leer un libro a la luz del sol o a la sombra de un abeto. Fueron tiempos de esplendor para el pueblo ya que venían a la biblioteca gentes y estudiosos de los alrededores e incluso de la ciudad por haber cogido el lugar cierta fama de pintoresco. Pero un incendio accidental por causas desconocidas puso fin a la bella biblioteca y a la carrera del joven alcalde.
Siempre que sus paseos en apariencia sin rumbo lo llevaban hasta allí, Marcos se quedaba largo rato ensimismado observando cada detalle de la perdida biblioteca; la columna izquierda aún recia ligeramente inclinada con sus manchas de hollín seco, las fisuras que cuarteaban el mármol, un ratón correteando entre hierbas y matorrales que poco a poco se iban haciendo los dueños del lugar, cenizas que habían permanecido en su sitio, medio fosilizadas, a pesar del viento, la lluvia y el tiempo. Cenizas que fueron libros llenos de historias, cadáveres de mil y un personajes que vivieron, sufrieron y murieron en esas páginas. Cada vez que miraba Marcos veía lo mismo pero ligeramente distinto. Se imaginaba aquella biblioteca perdida como “La biblioteca de Babel” que describe Borges; una biblioteca infinita que contiene todos los libros: escritos, aún por escribir o que nunca serán escritos. Todas las combinaciones posibles de letras en todos los idiomas imaginables; libros ininteligibles y otros llenos de mensajes cifrados. Los más antiguos libros imaginados y los que nunca llegarán a plasmarse en un cerebro humano. Para Marcos esa imagen representaba el paraíso y se imaginaba a sí mismo perdido para toda la eternidad en ese vergel infinito. Sin saber porqué relacionaba esa visión casi mística con las ruinas que tenía frente a él. La causa de dicha asociación de ideas no estaba del todo clara ya que, aún en sus mejores tiempos, esa biblioteca no dejó de tener una modesta colección, rica para el pueblo, pero no comparable con los libros que se guardaban en la ciudad. No obstante, ese paraje tranquilo y solitario inspiraba la imaginación de Marcos y al volver a mirar fue como si el edificio de antaño bellamente construido se alzase impoluto ante sus ojos. Leyó que hubo algunos modestos intentos por parte de ayuntamientos posteriores de restaurarlo pero ningún proyecto se llevó a cabo aunque quizá fuera mejor así. De esta forma lo que Marcos veía era perfecto ya que solo existía en su mente. Solo era una ilusión, la campana de la iglesia repiqueteó lenta y penosamente como una llamada de angustia y como si se tratara de una señal anteriormente convenida, Marcos volvió a ver ante si solo una montaña de escombros y empezó a alejarse de vuelta a casa como hacía siempre.
No obstante, aquel día, aquel domingo de calor desacostumbrado para la época del año en la que estaban, algo lo detuvo. Se giró y volvió a mirar la antigua biblioteca. Sintió un anhelo repentino tan intenso que se le hizo un nudo en el estómago y desanduvo sus pasos hasta volver a plantarse ante el edificio. Quizá fuera la irritación que aún arrastraba de su última aventura frustrada en la ciudad, pero sin previo aviso se sintió atrevido. Deseaba tocar la columnata izquierda que aún sostenía el techo del porche. Quería notar el mármol quemado bajo sus yemas y pisar con sus zapatos los restos de todos esos libros muertos. Dio un paso; los escombros solo estaban delimitados con una descolorida cinta policial colocada allí muchos años atrás; se atrevería a hacerlo? También sintió miedo, giró la cabeza de lado a lado y escrutó el paseo en toda su extensión; no se veía ni un alma y solo se oía el ladrido lejano de algún perro callejero y el chirriar de una bisagra mal engrasada en alguna casa cercana. El anhelo se intensificó como nunca lo había sentido antes y por fin tomó una decisión. Con pasos rápidos se acercó, pasó por encima de la cinta en la que ya casi no se distinguían las letras de POLICÍA, primero una pierna y luego la otra, pisó las cenizas de la escalera atento al chasquido que producía cada uno de sus pasos con un estremecimiento naciendo en el extremo de su columna vertebral, llegó ante el pilar, levantó la mano y lo tocó.
Fue como una pequeña descarga eléctrica, una pequeña chispa que recorrió sus dedos hasta su cortex cerebral. Esa sensación solo duró un breve instante y luego se dio cuenta que estaba entre un montón de ruinas a punto de derrumbarse sobre su cabeza, infringiendo la ley y tocando un trozo de piedra frío tan muerto como todo lo que lo rodeaba. Separó la mano lentamente y miró en derredor; una vez dentro, al otro lado de la cinta, se sentía más seguro, fuerte y poderoso. Nunca se había sentido así, tan confiado; como si tuviera la cabeza llena de burbujas de aire que le daban ganas de reír. Así que decidió explorar un poco el lugar mientras no lo abandonara el valor, le hubiera gustado ver algún indicio del claustro interior del que se hablaba en los archivos. Por ese motivo dio la vuelta a la parte posterior del edificio para curiosear y allí, entre matojos y una gran cantidad de hiedra, la vio.

CONTINUARÁ...

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