jueves, 15 de marzo de 2012

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA III

Se trataba de una especie de trampilla; una abertura en el suelo cerrada por una pequeña puerta de madera inclinada a ras de suelo de dos batientes medio deslustrada pero visiblemente posterior a las ruinas que la rodeaban. Marcos se sintió intrigado y se acercó a ella. Estaba medio oculta entre unos matorrales y tubo que abrirse paso entre las zarzas llevándose algún que otro arañazo en las manos cuando una rama rebelde se negó a quebrarse bajo la presión de sus dedos; pero allí estaba. Una puerta de dimensiones suficientes para que la atravesara un hombre firmemente atrancada por un candado; ninguno de los cuales tendría más de 10 años de antigüedad. Marcos la observó durante largo rato poniendo sus neuronas en funcionamiento; una puerta siempre conduce a alguna parte y parecía evidente que lo que estaba contemplando era la entrada a un sótano de los que solían tener acceso tanto desde el interior de la vivienda como por el exterior, imprescindibles en las casas solariegas de antaño. No obstante, la presencia de un sótano en ese edificio en particular le escamaba. En ningún archivo municipal, ni siquiera en los que figuraban planos de la perdida biblioteca los cuales Marcos conocía bien pues los había estudiado en varias ocasiones, aparecía referencia alguna sobre ese sótano. Si realmente existía una planta inferior oculta bajo esas ruinas parecía sorprendente que sus cimientos hubieran aguantado el incendio y posterior derrumbe de la estructura superior sin desmoronarse aunque, pensándolo mejor, no era una hipótesis imposible teniendo en cuenta que el noble indiano que mandó construir la casa gastó una considerable parte de su recién adquirida fortuna en los mejores materiales y calidades.
Todo apuntaba a la existencia real de ese sótano, espacio que por razones desconocidas no aparecía en los antiguos planos arquitectónicos que conservaba el ayuntamiento. De lo que no cabía ninguna duda era de que la entrada había sido tapiada muchos años después del trágico suceso. La explicación más probable era que los bomberos o la misma policía se hubieran encargado de cerrar la abertura para impedir que algún curioso se metiera dentro y acabara sepultado por las inestables piedras. Tal vez, en los años en que la biblioteca estuvo abierta era un espacio usado como almacén o archivo de libros sin clasificar o deteriorados y fue objeto del pillaje de los vecinos tras el incendio por el puro placer de conseguir una reliquia del escándalo acontecido. Muchas explicaciones completamente lógicas y racionales pasaron por la mente de Marcos pero no pudo evitar sentirse inquieto. Miraba fijamente el candado que unía mediante dos clavijas los dos batientes. Se agachó y lo tocó ligeramente. Era un candado común bastante resistente de latón y su color metálico brillaba sin ninguna muesca. Se fijó en que la puerta presentaba algunas marcas, rozaduras y arañazos probablemente producidos por ratones o pequeños mamíferos campestres pero el candado estaba impoluto. Alguien se había encargado de reemplazarlo recientemente. ¿Qué había detrás de esos 5 cm de madera? Sin duda un sótano polvoriento y vacío, se dijo Marcos, pero aún así no podía dejar de mirar el candado.
De repente notó una picazón en la oreja izquierda y se giró. Un hombre le observaba desde el otro lado de la cinta policial que rodeaba todo el perímetro de las ruinas. Era un hombre de baja estatura y edad avanzada con la espalda ligeramente encorvada y una cabeza pequeña en la que le crecían dispersos varios mechones de cabello grisáceo dejando grandes zonas de cuero cabelludo al descubierto. Tenía un rostro amarillento, como si hubiese padecido algún tipo de enfermedad del hígado, con la piel totalmente tersa y sin arrugas, característica peculiar en un hombre de su edad. Todo él tenía un aspecto de reptil que se acentuaba a causa de sus ojos negros y redondos como cuentas. En ese momento éstos estaban fijos en Marcos y su expresión no revelaba emoción alguna. Sin duda lo que más llamaba la atención de su aspecto era su atuendo. Iba vestido con una túnica marrón, larga y con capucha, de tejido grueso que se ceñía a la cintura con un trozo de cuerda de esparto, anudada toscamente bajo su vientre, de la que colgaba un rosario de madera rematado por una cruz de tamaño exagerado en su extremo. La cruz oscilaba marcando su propio compás, aunque el hombre llevara un rato detenido, casi a la altura de los tobillos donde el atuendo se remataba con unas sandalias sin calcetines que dejaban al descubierto unos gruesos y sucios pies. Marcos le conocía de vista pues era el monje de la iglesia del final del paseo en el que se hallaban pero nunca lo había observado con detalle. Se había limitado a constatar su presencia en el pueblo de la misma manera que conocía los nombres de las calles en su trayecto hasta la estación.
La situación resultaba un tanto desconcertante. Marcos debía llevar bastante tiempo ante la puerta porque parecía que la misa del domingo, famosa entre los vecinos por su larga extensión y poca concurrencia, había concluido. El monje se había acercado a las ruinas campo a través salvando un terreno bastante abrupto ya que si hubiese utilizado el camino no habría divisado la presencia de Marcos oculto desde esa perspectiva por los restos de la biblioteca. Permanecían impasibles mirándose el uno al otro como si el tiempo se hubiera detenido y, aunque había sido pillado in fraganti allanando una propiedad privada, Marcos no sintió temor sino solo vacuidad. El anhelo que sintió al atravesar los límites marcados por la cinta se había esfumado pero se había quedado clavado echando raíces ante la puerta cerrada y miraba a aquel extraño individuo. Parecía salido de El Nombre de la Rosa de Eco, como si Severino hubiera emergido de su mundo de papel y tinta dejando a Guillermo y a Adso con sus pesquisas para ir a saludarlo. Marcos se sentía ligero y lo invadió una sensación de irrealidad como si no estuviera viviendo aquí y ahora.
Sin previo aviso, el sujeto sonrió y mostró unas encías ennegrecidas y desprovistas de dientes. Los ojillos brillaron cómplices como si compartieran un secreto; ¿conocería aquel hombre la existencia de la puerta que Marcos acababa de descubrir? Desde la posición del monje solo lo vería a él plantado entre hierbajos frente a la parte posterior de las ruinas. La puerta sólo podía ser descubierta por alguien que rodeara e inspeccionara el lugar intencionadamente como había hecho el propio Marcos; costumbre no muy natural entre las gentes del pueblo. No obstante, ahora que se fijaba en él, el monje no se le antojó uno más del montón. La sonrisa sólo duró unos segundos, luego el hombre siguió andando sin mediar palabra y, sin hacer ruido, se perdió de vista en dirección al paseo. Una vez desenganchado de aquellos ojos negros que parecían atravesarlo, Marcos volvió a concentrar su mirada en la puerta cerrada y el candado. Así estuvo durante varias horas antes de volver a casa.
Al domingo siguiente volvió a observar la puerta con su candado, y al siguiente, y al otro, y al cabo de tres domingos. Para él la visita semanal a su puerta se transformó en una especie de ritual. Dejó de contar los días de la manera habitual; lunes, martes, miércoles,...; y empezó a considerarlos según la clave “faltan tres días para ver la puerta”. De esta manera, en su mente, el viernes era el día en que faltaban dos días para volver a estar ante el candado y su puerta y el sábado era cuando faltaba un día. Sin saber el porque decidió ir solo los domingos aunque podría haber ido cualquier otro día después del trabajo ya que las ruinas no se encontraban lejos de su casa y tenía bastante tiempo libre. Se plantaba allí cada domingo a mirar y buscaba cualquier cambio por mínimo que fuera; en la textura de la madera, en el resquicio que separaba los dos batientes, en la clavija que cerraba el candado, respecto a su visita anterior. Le pasó por la cabeza volver a investigar los documentos oficiales de los archivos del registro municipal, aunque se los sabía de memoria, en busca de algún indicio sobre lo que la puerta guardaba; podría haber preguntado a los más ancianos del pueblo que vivieron el incendio en primera persona, haber consultado a la policía o a los bomberos o incluso haber interrogado al monje ermitaño, al cual no volvió a ver en ninguna de sus posteriores visitas. Pero no hizo ninguna de esas cosas; le pareció que ese era una asunto personal que solo concernía a la puerta y a él mismo. En su interior había nacido cierto calor físicamente palpable situado en la boca del estómago a causa de ese secreto que no compartía con nadie. No era anhelo, no era ilusión, simplemente era el calor que desprendería una pequeña llamita. Estaba seguro que la puerta guardaba un secreto o tesoro y, por lo que sabía, él era el único que conocía su existencia. Por lo tanto tenía que ser él solo quien hallara la manera de llegar hasta él. Llevar esa llamita en su interior le hacía sentirse menos mediocre de lo que siempre se había sentido y no pensaba airearla no fuera a apagarse a causa de alguna ráfaga de aire.
Cuando estaba ante la puerta especulaba sobre lo que ésta escondía y muchos referentes literarios y televisivos se le aparecían cobrando vida en su cerebro. Quizá en ese sótano hallaría la impresionante TARDIS del Dr. Who, con su inocente forma de cabina de policía del Londres de los años 60, con la que podría viajar en el tiempo para presenciar en directo la cacería de un mamut en la edad de piedra o conocer a Crowley y preguntarle qué aspecto tenía Aiwass. Con una sonrisa se imaginó al monje de su pueblo saliendo de ese sótano después de haber saltado el espacio-tiempo desde la época más oscura de la Edad Media hasta la actualidad. Quizá encontraría un túnel que conducía a otro mundo donde los gatos llevarían traje, corbata y sombrero de copa, beberían te y llevarían a los humanos de paseo con correas como si fueran mascotas. Tal vez lo que se escondía en ese sótano era una poción árabe milenaria que lo reduciría a un tamaño de 10 cm condenándolo a vivir usando hojas de laurel para vestirse y a construirse una casa con cajas de cerillas. En esa nueva vida su montura sería un grillo y podría alimentarse durante una semana con un terrón de azúcar. Tampoco estaría mal encontrar un artefacto paralizador para congelar el tiempo y las personal donde cada segundo podía durar un siglo. Se imaginó a si mismo entrando tranquilamente en la biblioteca de la ciudad con toda la multitud paralizada en posturas grotescas mientras él leía años enteros sin que nadie le molestara.
No todas sus ensoñaciones eran tan positivas; la puerta podía guardar algo mucho más oscuro. La entrada a un mundo grotesco con olor a podredumbre y poblado por hydras, minotauros y arpías que se divertirían desgarrando la carne a los incautos. Podría estar lleno de los seres informes sin rostro que poblaban sus pesadillas de niño, seres perdidos con un solo ojo que buscaban respuestas desesperados. No sería extraño que fuera la entrada al infierno y Marcos protagonizara un viaje como el de Dante teniendo como compañero un fauno muy parecido al de Guillermo del Toro. En ese sótano oculto podía existir alguna de esas cosas, todas ellas o ninguna.
Cuando la primavera hizo su aparición, las lluvias se volvieron más frecuentes y el mundo cobró un nuevo color. Como si los agentes meteorológicos se hubieran puesto de acuerdo para incordiarle, el domingo amaneció con un vendaval que zarandeaba los árboles hasta casi arrancarlos de raíz acompañado por una lluvia torrencial. Marcos miró por la ventana de su piso y se sintió un poco irritado pero en seguida se relajó. Hoy era el día de la visita a su puerta y no le importaba el clima que hiciera. Se caló un gorro de lana que le tapaba las orejas y un abrigo negro largo tipo gabardina para salir a la calle. La temperatura no era muy baja pero la fuerza del viento y el agua que empezaba a formar riachuelos en las calles ralentizaban su avance. En un momento, ésta se coló en los resquicios de su abrigo y de sus zapatos y le empapó la ropa, los calcetines y los huesos. El día era gris impregnado de humedad que empezaba a manifestarse en una ligera neblina que, junto a las partículas que el viento llevaba hasta sus ojos, le nublaba la visión. Ese era un fenómeno peculiar en medio de un aguacero pero la niebla se fue extendiendo hasta cubrir el pueblo entero. Los contornos de los edificios se veían imprecisos y aparecían de improviso delante de Marcos cuando creía que aún se encontraba lejos de ellos. Así ocurrió con la biblioteca; surgió ante él emergiendo de ese mar blanco entre la cortina de agua y el corazón se le aceleró. Las ruinas que tan bien conocía parecían diferentes. Un observador atento y paciente como él, en cada visita detectaba pequeños cambios naturales entre las hierbas que crecían entre las grietas, el terreno desigual que rodeaba las escaleras o la misma puerta, la madera de la cual cambiaba ligeramente de un aspecto más seco o húmedo dependiendo del clima que hiciera. Lo único que permanecía inalterable era el candado que siempre parecía recién puesto.
No obstante, cuando la tempestad alcanzó su punto álgido y empezó a descargar electricidad y ruido, Marcos se dio cuenta que el cambio que percibía en esa ocasión era de otro cariz, más sutil; era un cambio que se respiraba en el ambiente y hacía patente su presencia. La puerta seguía cerrada y por su superficie avanzaban gotas de agua trazando caminos como si éstos estuvieran marcados en un mapa; marcando una ruta, un recorrido. También la lluvia marcaba surcos en el rostro de Marcos rodeándole los ojos, bajando por el puente de la nariz, cayendo en sus labios y penetrando en su boca dejándole un sabor ácido en la lengua.
Por primera vez, se agachó y, agarrando los dos batientes con ambas manos, los separó mínimamente el trecho que daba de sí la aldaba del candado y atisbó por el hueco; solo vio oscuridad. En sus minuciosas pesquisas sobre el terreno no había encontrado ningún ventanuco o claraboya que condujera a la planta inferior; parecía que la luz del exterior no llegaba al sótano. Entonces agarró con más fuerza y forzó un poco más la abertura entre las dos hojas poniendo a prueba la resistencia del candado. Lo hizo con fuerza pero suavemente, casi con amabilidad. El candado aguantó. Marcos sabía que podría forzarlo con relativa facilidad con las herramientas adecuadas e incluso había preparado en su casa un martillo y una escarpia pero no se decidía a hacerlo; le parecía una especie de profanación o quizá esperaba algún tipo de señal. No lo sabía. Acostumbrado a contemplar en lugar de actuar, hizo lo que había hecho toda su vida; se levantó y se marchó.
No obstante ese domingo no se quedó tranquilo. Esa diferencia acentuada que había notado le preocupaba. Podría ser debida a la luminosidad especial que producía la niebla o al viento que ululaba entre los robles adquiriendo los matices de una voz humana pero también podía tratarse de otra cosa. Alguien podría haberse acercado a la puerta dejando en el aire impresa su huella; ¿alguien conocía su secreto? ¿El monje habitante de la iglesia románica?
Al llegar a casa se dio una ducha rápida con el agua muy caliente y se puso su pijama a rayas de dos piezas. No había comido pero tampoco tenía hambre así que pasó la tarde releyendo La Llama Doble de Octavio Paz. Marcos, aunque pudiera parecer lo contrario, leía despacio. Eso no era debido a una falta de capacidad sino que simplemente disfrutaba saboreando los libros. Leía varias veces los fragmentos que más le impresionaban y se detenía a menudo a reflexionar o divagar sobre lo que decía el texto. Transformaba las palabras en imágenes detalladas que, como una película de cine, evolucionaban en su mente. Para cenar se preparó algo sencillo; cogió una sartén de la encimera, la llenó de aceite y la puso en el fogón. Cuando éste chisporreteó abrió un paquete de croquetas de jamón y las echó dentro. Comió de pie en la cocina acompañando las croquetas de un vaso de agua. Cuando terminó lavó y guardó cuidadosamente todos los utensilios que había utilizado y apagó todas las luces. Se acostó temprano; era habitual en él que una vez en la cama siguiera leyendo hasta bien entrada la madrugada pero ese día se sentía terriblemente cansado. La tormenta seguía hirviendo con fuerza en el exterior y los truenos gritaban enfadados. Marcos se tumbó y, antes de caer en un profundo sueño, su último pensamiento del día fue para la puerta: “Faltan siete días para que la vuelva a ver”. Pero en eso, como suele ocurrir, estaba equivocado.

CONTINUARÁ…

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