jueves, 15 de marzo de 2012

EL LIBRO DE JEAN-BAPTISTE – ENTREGA I


Marcos era un hombre vulgar; corriente era la palabra que mejor le definía y su vida era igual de vulgar y aburrida como él. Los días transcurrían iguales y monótonos y luego se convertían en meses y años. El despertador sonaba a la misma hora todos los días, el recorrido en tren de casa al trabajo, las 8 horas diarias etiquetando botes de mayonesa ligera solo interrumpidas por la hora de la comida con los insulsos compañeros en las cuales siempre se hablaba de las mismas cosas; los mismos temas políticamente correctos. Luego el trayecto inverso del trabajo a casa, la cena compuesta por fritos y comida preparada en el microondas y a esperar la llegada del siguiente día fotocopia del anterior.
Los fines de semana tampoco eran nada del otro mundo. Comidas familiares tediosas con olor a repollo y horas de soledad. De todas formas la soledad no preocupaba mucho a Marcos, es más la agradecía. No se le daban bien las personas, se sentía inquieto ante la mirada escéptica de la gente que le decía claramente que dudaba muy seriamente que él pudiera decir algo interesante. Le irritaba hablar ante un grupo de personas que le interrumpía constantemente cuando intentaba exponer alguna cuestión demostrando una vez más su desinterés, se ponía nervioso, hablaba bajito y tartamudeaba. Simplemente no encajaba en la sociedad y suponía que era culpa suya. Al fin y al cabo era una persona bastante mediocre y no hacía nada para cambiarlo pero, de todas formas, esas situaciones le resultaban bastante frustrantes. Frustración, he aquí otra palabra que le definía bastante bien.
Así que Marcos buscaba la soledad para abstraerse en sí mismo. Su trabajo era tan mecánico y repetitivo que le permitía entrar en un mundo que solo le pertenecía a él. Tras su apariencia vulgar y mediocre bullía una gran actividad y una imaginación portentosa. Le gustaba alejarse de la realidad y reflexionar sobre todo tipo de cosas disparatadas, imaginar historias de intrépidos vagabundos aventureros que terminaban salvando hermosas princesas indígenas en islas remotas que resultaban ser tortugas gigantes o especular sobre todo tipo de temas científicos o paracientíficos (Dios, las posibilidades de la manipulación genética, la muerte, la vida en otros planetas,...). Grandes planes de viajes futuros se plasmaban con detalle en su cerebro e imaginaba rutas y culturas por descubrir. Las bisagras de su mente giraban sin descanso como un reloj bien engrasado pero era incapaz de transmitir esos pensamientos e inquietudes al mundo exterior o de llevar a cabo ni una ínfima parte de sus fantásticos planes. Estaban bien encerrados bajo llave y ésta estaba tan bien escondida que ni siquiera Marcos podría haberla encontrado.
La fuente que alimentaba todas sus ensoñaciones era la gran cantidad de libros que devoraba. La lectura era su gran evasión y su casa estaba abarrotada de estanterías llenas a rebosar de los más variados títulos. Leía libros de ciencia y psicología; Hawking y Jung compartían estante con los más célebres escritores de misterio o aventuras fantásticas: Christie, Rowling, Weis Pratchett eran vecinos de Eco, Darío, Lovecraft, Borges, Miller y Vargas Llosa. También podías encontrar manga japonés como Ynuyasha con los libros de Murakami al lado de novela juvenil como las obras de Andreu Martín y su intrépido Flanagan. Libros de distintos géneros (buenos y malos, entretenidos o cultos) se encontraban alineados pulcramente en sus estantes sin olvidar algunos clásicos como Dante, Virgilio, Platón, Sade y la Bíblia. También la poesía tenía lugar en su biblioteca particular y sus autores favoritos ocupaban un lugar destacado; Lorca, Gamoneda y Cernuda.
Marcos leía toda la letra escrita que caía en sus manos y gastaba casi todo su sueldo en la destartalada librería de su pueblo, en la esquina de la estación, donde el anciano señor Juan le vendía amarillentos libros de segunda mano a buen precio. Nada demasiado antiguo ni ediciones anheladas por ningún coleccionista, solo libros manoseados que la gente del pueblo ya no quería. Pero para Marcos era un deleite notar ese picazón en los dedos al pasar las hojas del papel humedecido y aspirar el olor que desprendían antes de empezar las primeras líneas como una promesa del nuevo universo que encontraría en su interior. Cuando se le acababa el dinero para comprar más libros iba a la pequeña biblioteca del pueblo donde ya había releído tres veces cada volumen de su pequeña colección y cada día formulaba la misma pregunta a la anciana de recepción;iban a recibir nuevos títulos? Obteniendo siempre la misma respuesta negativa; el ayuntamiento no tenía dinero para tales cosas.
Un día incluso se atrevió a desviarse de su camino de vuelta a casa e ir a echar un vistazo a la gran biblioteca de la cuidad cuya extensión y fama le había comentado un compañero de trabajo. El edificio era intimidante, tres plantas recias que escondían un tesoro oculto de letra impresa al alcance de su mano cuya puerta estaba custodiada por dos perros de piedra de mirada escrutadora. No obstante, una vez en el interior de la biblioteca el hechizo se rompió y empezó a sentirse agobiado. Una multitud de gente se arremolinaba en el vestíbulo ante el mostrador de la bibliotecaria; también en las enormes salas iluminadas por centenares de pequeñas lámparas verdes se veían muchas personas deambulando arriba y abajo con formularios en las manos. Reinaba el silencio, sí, pero era un silencio opresivo muy distinto al silencio al que estaba acostumbrado o al ruido rítmico de maquinaria que tanto le molestó en los primeros meses en su trabajo pero que tras 15 años conviviendo con él diariamente había acabado por formar parte de su vida. Aquel era un silencio lleno de susurros y cuchicheos como el silencio que reina en un entierro. Era un silencio que tenía peso y forma. Estaba en territorio desconocido y Marcos se sintió en una trampa. Se puso tan nervioso que cuando llegó ante la señorita del mostrador que con el ceño fruncido y cara de hastío le indicaba un cuestionario a rellenar y le requería el tipo de libro que necesitaba, fue incapaz de articular palabra. Se puso blanco como el papel, dio media vuelta y se fue.
Como un autómata cogió el tren y regresó a casa con las manos vacías. De nuevo la frustración se apoderó de él. Frustración por ser quien era, por ser como era.

CONTINUARÁ...

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